viernes, 5 de febrero de 2010

82. El autito

“Se reventó el barzón y sigue la yunta andando” estas son las alegres coplas de una popular canción campirana, se me ocurrió ponerlas de entrada para explicar y ejemplificar claramente lo que sucedió con mi autito durante esta semana.

Antes de abordar el dramático y repentino caso del autito, trataré de exponer el significado de las mencionadas estrofas: se trata de un asunto que tiene que ver con los métodos antiguos de arar la tierra, el barzón es una especie de argolla o lazo que une el timón del arado al yugo, que a su vez, sujeta al par de bueyes que tiran del arado. Los dos bueyes forman una yunta.

Cuando el barzón se revienta el timón de arado cae al suelo, la yunta no se da cuenta como es lógico y sigue avanzando, pero esta vez sin tirar de nada. En el sentido figurado se hace referencia al hecho de que a pesar de algunos problemas y de parecer no tener sentido nada en la vida, podemos seguir avanzando.

A mi autito le sucedió algo parecido el pasado martes: transitaba yo tranquila y serenamente por las calles de la ciudad, disfrutaba del fresco de la noche y recordaba los momentos inmediatamente anteriores de amena plática con los amigos de antaño; no tenía más intención que llegar a mi casa y dedicarme a dormir como un angelito, tal y como solemos dormir los que tenemos la conciencia limpia y la mente alejada de pensamientos desordenados y de placeres deshonestos.

De pronto ¡plash! Mi pié derecho resbaló del pedal del acelerador. Intenté recuperarlo pero el pedal estaba inerte, flácido y descuajiringado. No me quedó más remedio que orillarme a la acera hasta detenerme justo frente a un letrero que prohibía el estacionamiento. Perfecto, pensé, esto es justo lo que necesitaba, que se reventara el chicote del acelerador y que quedara varado junto donde no estaba permitido. Mi mente anticipaba líos serios y complicados.

Las alternativas eran las siguientes: empujarlo unos metros más adelante y dejarlo ahí a ver qué pasaba, llamar a alguien que me remolque, intentar hacer una reparación de emergencia o esperar hasta descubrir que tenía reservado para mí la divina providencia. De cualquier forma tendría que esperar a que amaneciera para que el autito pudiera ser reparado por Marcos, el mecánico de cabecera.

Entonces los cielos se abrieron ante mis ojos y tuve una revelación, mi destino era avanzar, nada podría detenerme si verdaderamente tenía la convicción y el deseo de seguir adelante, solo debía ser paciente y tener fe. Casi sin darme cuenta accioné el motor de arranque, solté un poco el pedal del clutch (¿Así se escribe? ¿Existe una palabra en español para esta pieza del auto? Me parece que tendría que ser transmisión, pero no estoy seguro) y el autito avanzó, muy lentamente y dando un poco de tumbos y saltos, pero avanzó.

La velocidad no llegaba ni a 20 kilómetros por hora, pero no me importó, el autito avanzaba. Entonces surgió otro cuestionamiento ¿Y ahora a dónde voy? Si me dirigía a mi casa cómo le haría después para llevarlo al mecánico. Además, ¿Podría el auto subir los cerros que conducen a mi hogar? ¿Cuál era la otra alternativa?¿Acaso había otra alternativa? Se me ocurrió que podía aprovechar el poco tráfico de la noche para ir directamente y sin mucho problema a casa de Marcos y dejar ahí el coche.

Eso hice, en el transcurso de mi épico y lento peregrinar, pensé en la nobleza del autito, el cual aún sin acelerador avanzaba hacia su destino y cumplía su misión de trasladarme. De ahora en adelante, pensé, mi vida será como la del autito; seguiré adelante, avanzaré siempre, a pesar de los fracasos, desvelos y sueños fallidos con que pueda encontrarme.

Casi sin querer, la cancioncilla llegó a mi mente “Se me reventó el barzón y sigue la yunta andando”.

lunes, 1 de febrero de 2010

81. Sin carnavales ni comparsas

No voy a participar en el carnaval. No, no lo haré, y tal vez nunca más lo haga, los motivos son dos, el primero y más importante son mis defectuosas rodillas, el segundo… no tengo ganas. Lo que más me sorprende es que no me pesa decirlo. Simplemente me es indiferente.

No sé cuándo fue la primera vez que participé en un carnaval pero de algo estoy seguro, nunca salí disfrazado en el tradicional viernes de corzo infantil. Eso se debe a que no estuve en Campeche durante mis años de preescolar, si hubiese estado aquí seguramente hubiese participado como todos los niños campechanos.

Mi primer recuerdo de carnaval fue cuando estuve en la secundaria, salí en una comparsa que bailaba rock al estilo de los sesentas. Los trajes eran los tradicionales suéteres de colores con letras en el pecho, pantalones acampanados y tenis (las chicas iban con amplias faldas que les llegaban hasta las rodillas, calcetas, suéteres y pelo peinado con colas). No recuerdo la música pero seguramente eras las clásicas del rock de aquellos días.

Durante los años en la Preparatoria no participé en ninguna comparsa, a cambio de ellos salí disfrazado con algunos amigos, éramos de esos grupos de disfrazados que salen sin ton ni son. Una vez de la pájara Peggy, luego de árabe y en una ocasión de espantapájaros.

Posteriormente llegó el tiempo de las comparsas nuevamente. Sucede que a los miembros de mi familia se les ocurrió que podíamos participar en el sábado de bando, entonces tías, tíos, primos, hermanos, papá y mamá nos reuníamos a ensayar los bailables y a diseñar nuestros trajes de carnaval.

Participamos en varios carnavales: abejas (ese año mi hija Mildred nos acompañó disfrazada de florecita) perritos dálmatas, negritos (Mildred se molestó porque se cayó y las medias se le rompieron) y gusanos y frutas. No ganamos ningún premio, pero nos divertimos mucho. Dejamos de participar porque las nuevas generaciones de primos no suplieron las ausencias que provocaron los hereditarios y familiares problemas de rodillas.
Finalmente llegó el tiempo de los Alcohólicos Armónicos, la desternillada comparsa de cuates en los que me involucré durante los últimos 7años. Con ellos salí de negrito, fraile, pinocho, zombi, policía, vikingo y torero. Durante esos años ganamos dos primeros lugares (pinochos y vikingos) y un segundo lugar (zombis).

Vivir el carnaval participando en una comparsa es disfrutarlo de una manera distinta a solo presenciarlo como espectador. Es una experiencia distinta, siempre cambiante, siempre nueva, llena de anécdotas, de risas, de hacer tonterías y de tomar cervezas sin parar (aunque para esto último siempre fui moderado).

Pero todo lo bueno y divertido tiene que acabar algún día, tal vez mi tiempo de carnaval terminó, no sé, tal vez no. Es importante recordar que tengo un problema en las rodillas que me ha llevado en dos ocasiones al quirófano, que los tiempos de ensayos debía frotarme las rodillas con diclofenaco y dormir con rodilleras para mitigar el dolor y que después del baile de sábado de bando debía permanecer acostado todo el domingo para que pudieran descansar mis rodillas.

Este año se ha recrudecido el dolor, se ha tornado más insistente y el médico me pidió moderación, definitivamente me conviene hacerle caso, de lo contrario el problema podría agravarse y no me gustaría que eso me pasase. Tengo que pensar en el futuro y en la calidad de vida que deseo tener dentro de 10, 15 o 20 años. No me gustaría pasar mi vejez en una silla de ruedas.

Por otra parte, tengo desánimo, tengo desmotivación carnavalera, eso puede ser más grave que lo descrito en el párrafo anterior. Es un problema del espíritu, de decaimiento generalizado, de mucha flojera de participar en ensayos, de aprender rutinas de baile, de soportar situaciones y personalidades.

Finalmente no sé, tal vez el próximo año, o dentro de dos años se me renueven las ganas y el carácter y las rodillas me permitan participar, espero para entonces seguir teniendo un lugar en la comparsa y poder bailar alegremente por las calles durante el sábado de bando. Quién sabe, tal vez si o quizá no. Sólo el tiempo lo dirá.