jueves, 10 de marzo de 2011

135. Historias en el Metro

Caída libre

Una vez trasladada mi residencia a la Ciudad de México, la primera impresión que me causó, distinta a la clásica que tenemos todos los de provincia, es que se trataba de una ciudad de maratonistas.

Lo común es ver gente corriendo en las calles, corren para tomar el metro y el autobús, para llegar al trabajo o a su casa o sencillamente, por motivos desconocidos para mí; y eso es a toda hora, sean las 8 de la mañana o las 8 de la noche, siempre habrá gente corriendo. Corren incluso en las escaleras normales y eléctricas del metro.

Una de estas tardes, después de concluir mi jornada laboral, descendía en una de las escaleras normales del metro y al mismo tiempo observaba a la gente pasar veloz a mi lado. De pronto, sin previo aviso ni traspié de por medio, un joven corredor se fue de boca escaleras abajo. Sencillamente se precipitó sin siquiera meter las manos.

Eso fue un poco cómico, lo dramático vino después, ya que el joven en cuestión se quedó inmóvil sobre las escaleras. La gente, indiferente, pasaba de prisa a su lado sin detenerse por lo menos a mirar; nadie hacia nada mientras el joven continuaba inerte. Yo no sabía qué hacer ni cómo reaccionar, de hecho, me estaba angustiando. Finalmente alguien avisó a un policía y éste se apresuró a auxiliar.

La ayuda consistió en mover al caído y hacerlo reaccionar con palmadas en las mejillas; no hubo más que eso. Una vez que el joven recobró la conciencia, el policía lo dejó sentado en el suelo (como me imagino que dejan a cualquier títere después de una triste función) y la vida continuó su curso. Yo y dos mirones más, también reanudamos nuestro camino a paso veloz.

Los niños perdidos

Se trataba de dos pequeños, 2 y 4 años aproximadamente, quienes jugaban despreocupadamente en el interior de un vagón del metro. Para hacer honor a la realidad, no estaban perdidos, estaban al cuidado de su hermana; una niña de entre 5 y 6 años, quien los vigilaba de reojo desde otro vagón al mismo tiempo que vendía paletas enchiladas.

No, nunca pude identificar a alguien que pareciera ser el papá o la mamá de esos niños. Nadie los cuidaba ni los vigilaba. Es cierto, la niña estaba atenta a los más pequeños, pero a mi modo de ver, esa niña también necesitaba cuidados, vigilancia y protección. Sin embargo, no parecía haber ninguna persona adulta a cargo de esos menores.

Solamente yo los observaba, tratando de imaginarme dónde podrían estar sus padres. Sin querer pensé en mis hijos y en todos los cuidados y cariños que les hemos prodigado (su mamá y yo) imposible imaginármelos a su suerte en las calles, ni de esta ciudad tan peligrosa ni de ninguna otra. Y ahí estaban estos tres pequeños sobreviviendo en los túneles del metro.

Sentí compasión y sentí coraje, pero no podía hacer nada. Solamente intervine cuando el más pequeñito comenzó a escarbar en una bolsa abandonada de Sabritas. El otro hermano me miró retadoramente, como queriendo pelear, pero finalmente entendió que su hermanito podría enfermarse si comía eso y lo regañó y alejó de mí.

Finalmente, el metro se detuvo y los niños corrieron a encontrarse con su hermana; ya estando juntos los tres, se apresuraron en busca de una de las salidas de la estación perdiéndose inmediatamente en las oscuras calles de la ciudad. Que Dios los cuide y los bendiga.

La Dama de Negro

Realmente era una mujer que llamaba la atención, no había nadie en ese momento que no le dedicara por lo menos una mirada a la que llamaremos La Dama de Negro. No era muy joven, tal vez un poco menos de 40 años, pero su sinuosa figura la hacían ser el centro de la atención en aquella estación del metro.

Para acentuar aún más las mórbidas formas de su espectacular anatomía, La Dama eligió unos pantalones de lycra en color negro que se ceñían con ímpetu a sus piernas y resaltaban sus turgentes glúteos. Como complemento, eligió una blusa en el mismo tono y con un escote que atravesaba desafiante su pecho. Nada se le movía al caminar.

Ya en el interior de uno de los vagones del metro pude ver que en las manos llevaba un libro: “El Evangelio según Jesucristo” de José Saramago. Pensé que lo que provocaba con sus formas y atuendo no iba en sincronía con sus hábitos de lectura. No le di mayor importancia al caso, no podía imaginarme lo que sucedería minutos después.

Una vez detenido el tren y abiertas las puertas, todos nos precipitamos a los pasillos de la estación para poder enlazar al siguiente tren; la Dama caminaba unos cuatro o cinco metros delante de mí al momento de llegar a las escalares eléctricas, donde es preciso detenerse y caminar muy cercanamente para poder ingresar al pequeño espacio de dicha escalera.

Justo en ese momento la Dama de Negro grita que alguien la ha tocado y, sin pensarlo, se voltea y comienza a golpear con “El Evangelio según Jesucristo” a un hombrecillo, el cual alegaba inocencia y apenas podía defenderse. Dado que estábamos ya en la escalera y con mucha gente delante y detrás, era imposible que el señor pudiera escapar, mientras que la Dama arreciaba la golpiza.

Y no eran solo los evangélicos golpes lo que sufría el señor, también eran los gritos, insultos y ofensas que la Dama profería para evidenciar al malcriado (en el caso de que haya sido culpable). Los golpes llegaban de todos lados y a todas partes del señor, la Dama incluso le daba nalgadas con el evangelio, según ella “para que sepas que se siente”.

El final de la escalera eléctrica marcó también el final del tormento del pobre hombrecillo, quien ahora sí, sin gente por delante pudo emprender la huida, dejando a la Dama con sus gritos, golpes y amenazas. Toda vez terminado el violento episodio me detuve a reflexionar; la justicia divina si existe, sino viene del cielo, por lo menos si proviene del evangelio, cualquiera que este sea. Amén.

martes, 8 de marzo de 2011

134. Mildred Isabel

¡Es una niña! ¿Una niña? ¡Sí, una niña! Eso fue realmente una sorpresa para mí, yo no tenía idea de lo que representaba ser el papá de una niña (ni de un niño por supuesto). Entonces pensé en el nombre que ya habíamos elegido para el caso: Mildred Isabel. ¡Está bonito el nombre, verdad?

Mildred lo eligió su mamá (nunca pregunté por qué) Isabel lo elegí yo; de hecho, yo quería que se llamara Ana Isabel, lo escucho muy suave, muy dulce y cálido. Hasta había pensado que le diría Anais. Optamos por poner un nombre cada quien y la niña se llamó Mildred Isabel. Viendo y conociendo a mi hija, no me la imagino con otro nombre que no sea el suyo, llamarla Mildred Isabel fue una acertada decisión.

El nacimiento de Mildred y mi debut como papá sucedió en un día como hoy, cuando yo contaba con 23 años de edad (ahora que lo pienso, la mitad de mi vida he sido un papá, eso me parece increíble). Mucho más increíble es ver a esa niñita convertida en una hermosa mujer, observar cómo se desenvuelve en el mundo y como batalla para vencer y triunfar a pesar de sus propios miedos y desencantos.

Enterarme que iba a ser papá resultó un primer impacto emocional para mí, dado que no alcanzaba a distinguir un futuro prometedor para todos. Afortunadamente el panorama de vida se fue aclarando, pero una verdadera lluvia de emociones encontradas se fue abatiendo sobre mí en forma repetida y vertiginosa.

Por un lado la alegría de ser papá y de tener a alguien pequeñito que es tuyo y que irás viendo crecer; por otra, la incertidumbre de no saber si desempeñaría un papel adecuado a las exigencias de tener un hijo. Finalmente el miedo al pensar que no naciera bien, que tuviese algún problema o de que no viniera completo y sano.

En ese tiempo, cuando nació mi niñita, ya era factible conocer el sexo de los bebés a través de los estudios de ultrasonido, sin embargo, por alguna razón, decidimos no averiguar. Solo alcanzamos a ver en una placa de rayos X al bebecito, pero eso fue suficiente para verificar que mi primer hijo tenía una cabeza, dos brazos, dos piernas y cinco dedos en cada extremidad. Eso me tranquilizó mucho.

Esa misma placa radiográfica sirvió para reconocer que el bebé no podría salir por donde normalmente salen los bebés, por lo que hubo que disponer una operación cesárea para el día 9 de marzo. Otra preocupación, sin embargo, dado que no quedaba otro remedio, nos preparamos para recibir al bebé en la fecha programada

Pero Mildred tenía otros planes. El 8 de marzo a eso de las 7 de la mañana se le ocurrió romper la fuente y ahí empezaron las carreras. Hospital por un lado, encontrar donadores de sangre por otra parte (la mamá tenía una anemia muy aguda). Y mientras todo eso pasaba afuera, adentro Mildred batallaba para salir.

Finalmente, Mildred (como ya se sabía) no pudo salir del problema es que se había metido, pero afortunadamente la sacaron a tiempo de él. Es importante señalar que el hecho de saberla ya recién nacida, marco un segundo impacto para mí. Ya era un papá, hecho y derecho, ahora tendría que educar, cuidar, vigilar y demás exigencias requeridas. El problema es que no sabía cómo hacerlo. Pero bueno, pensé, ya aprendería. No, no lo he aprendido.

Ver a Mildred por primera vez fue toda una experiencia, ahí estaba la niña, no era muy pequeñita, era un bebé grande, pero más que su tamaño llamaban la atención, como hasta ahora, su color (Mily es la negrita de la familia) y el extraordinario parecido con su madre.

El tercer impacto que trajo Mildred a mi vida fue cuando me la entregaron para llevármela a casa. Mientras estuvo en el hospital las enfermeras la vigilaban, alimentaban y cuidaban, pero ya en casa y dadas las condiciones físicas de su mamá, yo tendría la tarea de bañarla, cambiarla y alimentarla. Eso tampoco sabía hacerlo. Pero eso si lo aprendí.

Las tareas de higiene las realicé en forma muy eficaz, las alimentarias también, salvo por el licuado de mango que le preparé y administré cuando Mildred apenas tenía 2 meses de nacida (eso me valió un regaño de mi mamá). Pero el episodio sirvió para saber que la niña tenía un estómago a prueba de todo.

Lo que confirmamos un par de años después, cuando Mildred atacaba sin piedad las botanas que llevaban mis amigos para departir viendo el fútbol. Chicharrón, frijoles, charritos, churritos, cacahuates y lo que fuere eran comidos y procesados sin ningún reparo por el infantil pero despiadado estómago de la niña. Al grado que, al grito de “Ahí viene Mildred” nos apurábamos a esconder todo lo que sea comida.

Con Mildred conocí muchas cosas desde una óptica distinta: día del padre, escuela, festivales, bailables, juegos, besos, fiestas, navidades, día de reyes, todo lo estrené por Mildred; incluso, mis primeros regaños, palmadas y preocupaciones de padre.

Igualmente tuve que aprender a hacer peinados de “colitas”, poner prendedores y moños, hacer lazos en vestidos, ser atento espectador de los recitales de baile que a diario ofrecía mi niña y reconocer a muñecas y muñecos por su nombre.

Los primeros misterios de la vida vinieron de la mano de Mildred, como cuando aseguraba que sus muñecos caminaban en la noche. Entonces tuve que armarme de valor y sacar del cuarto a esos nocturnos caminantes y llevarlos a donde no se pudieran mover, o al menos no molestaran a la niña ni a nadie más.

Verla crecer, al igual que a sus hermanitos, ha sido una aventura y una delicia, lo he disfrutado mucho, me he sentido tan orgulloso al verla avanzar en la escuela y en la vida. Me gusta tanto verla, con su sonrisa inconfundible y sus enormes, expresivos y hermosos ojos.

Me divierte y me hace reír mucho con todas las ocurrencias que dice y hace. A veces me cuesta trabajo creer que todos esos disparates y chistes se generen en su cabecita tan bonita. Pero no todo en Mildred son salidas divertidas, también escribe canciones, reflexiones, cartas e historias plagadas de romances y cosas extrañas.

Así es Mildred, llena de contradicciones y sueños, de ilusiones y esperanzas y anhelos y corajes y miedos y deseos y ganas de comerse al mundo a puños. Mi hija disfruta tanto de una puesta de sol y una dulce y antigua melodía, como de ver caerse a una señora, hacerle bromas a sus amigas o leer extraños libros de vampiros enamorados. Así es mi niña.

A veces creo que es por causa mía, por llenarle la cabeza de brisa y mar, de relatos de duendes, sirenas y amigos imaginarios (excepto Lucrecia y su amiga, un par de iguanas que habitaban el traspatio de la casa, esas si eran reales). En esa parte asumo mi responsabilidad.

Pero no todo es mi culpa. A mí no me gustan los animales (ni a su madre) y Mildred desde pequeña se hizo amiga de perros y gatos, lo que hizo que tuviéramos de huéspedes a Chispa la perrita y a la gatita Micaela. Después siguieron los felinos Macarena y Xuxín (más tarde descubrimos que en realidad era Xuxa) y finalmente una serie interminable de mininos hasta llegar a los actuales Frapé, Duquesa, Capuchino y Carretino.

Mildred está muy cerca de culminar sus estudios universitarios y con ello, de abrir una etapa nueva en su vida. Le deseo tanto éxito como prosperidad y felicidad; pero es cierto, necesita afinar su paciencia, desarrollar su capacidad de trabajo en equipo y adquirir otras competencias laborales (complementarias a las teóricas) que estoy seguro logrará conseguir en el corto plazo.

Estoy seguro que le espera una vida luminosa y radiante, que las mejores y más grandes cosas están por ocurrir, que las oportunidades llegarán y sabrá aprovecharlas y obtener lo mejor de ellas, en cualquiera de los escenarios en que se desenvuelva.

Yo la veo en el futuro como una profesionista exitosa, como una esposa media cómica pero afanosa y entregada a sus responsabilidades y deberes; como una madre entre regañona, consentidora y distraída; como una hermana siempre atenta, pero sobre todo, como una hija permanentemente amorosa y preocupada por sus padres.

Te abrazo a la distancia hijita y te deseo un lindo cumpleaños.