La Ciudad de México ofrece muchas ocasiones de relajación y esparcimiento, esto hace que mis sábados y domingos sean muy entretenidos y con actividades variadas; la siguiente historieta me aconteció uno de esos fines de semana en que el ocio y el exceso de horas vagas me arrastraron hasta los confines de mis capacidades y destrezas físicas y morales. Déjenme contarles.
Todo dio inicio aproximadamente en el mes de agosto, cuando acertadas sugerencias de compañeros de trabajo hicieron que obtuviera mi credencial de Ecobici, lo que me da derecho a utilizar el servicio de bicicletas públicas que ofrece el Gobierno del Distrito Federal.
De las bondades de este atinado programa de transporte público individual hablaré en otra ocasión, ahora solo haré referencia a él debido a que la citada anécdota me ocurrió precisamente cuando me trasladaba en una de esas dinámicas, esbeltas y rojas bicicletas y en ocasión de otro de los acertados y muy aceptados programas de esparcimiento desarrollados en esta ciudad: Domingos de Paseos en Bicicleta.
Resulta que un domingo del mes de octubre a eso de las 9 de la mañana decidí participar en el mencionado y recreativo programa, por lo que se me hizo muy fácil dirigirme a la cicloestación de bicicletas más cercano y pedalear con campechana alegría hasta el Paseo de la Reforma. Mis planes consistían en dar un par de vueltas entre la fuente de la Diana Cazadora y la glorieta de la Palma para después entrar al cine, salir a comer y regresar a lo que desde hace algunos meses llamo casa.
Una vez trazado el itinerario inicié mi constante pedaleo, una distracción me llevó a una calle muy amplia, arbolada y bonita llamada Mazatlán, por un instante me desubiqué pero de inmediato me percaté de que un importante y numeroso grupo de ciclistas se aproximaba hacia la dirección en que yo iba. Los dejé alcanzarme y decidí seguirlos.
La calle Mazatlán se convirtió en Durango y de ahí nos desviamos hacia una lateral que nos llevó directamente al Paseo de la Reforma; llegamos a la glorieta de la Palma pero los más de 200 ciclistas (según mis primeros cálculos, después me di cuenta de que eran muchísimos más, cerca de 20 mil, según informes de prensa) no giraron en redondo sino que continuaron pedaleando hasta llegar a la Avenida Juárez, pasamos frente a la Alameda Central y yo pensé “a lo mejor el paseo en bicicleta se extiende un poco, no daré dos vueltas, sólo una y continuaré con mis dominicales planes”.
El pelotón de ciclistas se interno al centro de la ciudad, no recuerdo el nombre de las calles (me parece que era la de Pino Suárez) pero atravesamos la del Correo Mayor, Isabel la Católica entre otras hasta desembocar a una llamada Fray Servando Teresa de Mier, esta me sacó del Centro Histórico y me hizo pasar frente al mercado de Sonora y de ahí seguí pedaleando ya no tan alegremente.
Ya en ese punto del recorrido tenía muchas dudas si continuar, seguir avanzando o tratar de memorizar el trayecto para hacerlo de regreso. No sabía en que iba a parar eso ni de qué se trataba, pero en lo que le pensaba y analizaba y calculaba y sopesaba, seguía dándole fuerte a la bicicleta.
Posteriormente tomamos una avenida enorme, me parece que era el Circuito Bicentenario, aunque ahora casi todas las avenidas tienen ese nombre además de algún otro (Eje 1, 2 o 3 o no sé cuantos más). Afortunadamente todas las calles y avenidas por donde circulábamos estaban cerradas a los automóviles, pero ya para entonces la preocupación era muy grande.
En un crucero aproveché a preguntarle a un policía si en algún punto retornaríamos al paseo de la Reforma, para mi sorpresa, susto y nerviosismo me dijo que no sabía, que suponía que sí pero no estaba seguro. En ese preciso momento dejé de disfrutar del paseo en bicicleta y la preocupación se tornó en severa inquietud y desasosiego.
Para cuando avanzábamos por una avenida que se llama Rio Churubusco ya pasaban las doce del día, y había atravesado con menudo esfuerzo 3 o 4 puentes, me había detenido en 3 puestos a tomar agua, había consultado 5 veces el Google Maps que traigo en el celular y me había enterado de que estaba en medio del Ciclotón de la Ciudad de México.
El dichoso Ciclotón es otro programa del gobierno de esta ciudad, se realiza regularmente y participan personas de todas las edades en bicicletas propias o ajenas, se instalan módulos de seguridad y vigilancia, se cierran las calles por donde pasa y tiene una gran aceptación, principalmente entre los jóvenes y atletas. Pero yo no lo conocía y menos sabía que iba estar involucrado en él.
Con un pedaleo cada vez más lento pasé por el velódromo y la alberca olímpica y no sé por cuantos lugares más, cuando me di cuenta que estaba por Coyoacán empecé a madurar la idea de salirme de todo eso, encontrar la estación del metro más cercana y meterme en ella con todo y bicicleta; porque además de asustado, ya estaba muy cansado y por otra parte, el sillín de la bicicleta ya lo traía incrustado en “santa sea la parte” de mi anatomía.
Ya para entonces me había dado cuenta que muchos ciclistas solo cubrían un tramo del camino, que solo los más audaces y locos se aventaban a desafiar todos esos kilómetros de avenidas que atravesaban o rodeaban la Ciudad de México. Pensé que el paseo hubiese sido divertido si no estuviese tan asustado y en desconocimiento de mi ubicación geográfica. Cuando subíamos un puente miraba a lo lejos tratando de encontrar un edificio que se me hiciera conocido pero nada.
Entonces le pregunté a otro policía por dónde andaba y me dijo que la calle se llamaba Patriotismo, de alguna forma eso me tranquilizó porque entendí que había dado la vuelta en redondo y que ya estaba más o menos cerca del Paseo de la Reforma, pero faltaban 20 minutos para las dos de la tarde y el policía me informó que a las 2 se habrían las vialidades a los automóviles y que me faltaba como una hora para llegar al final del ciclotón.
Decidí entonces llegar al límite de mis capacidades físicas y pedalear con mucha fuerza, de esa manera avance muchos tiempo hasta que fui descubriendo ya sitios conocidos, lugares por donde había pasado; en un semáforo escuché a unos jóvenes comentar que el tramo total eran 32 kilómetros, no lo creí.
Cuando faltaban unos minutos para las dos de la tarde entré de nueva cuenta en la calle Mazatlán, que era donde había comenzado mi aventura ciclista y donde terminaba el tormento del Ciclotón. Fue en ese momento en que el alma me regreso al cuerpo, sin mayores tardanzas devolví la bicicleta en la estación correspondiente y me senté en una banca a reflexionar, a descansar y a permitir que mis pies se acostumbren de nueva cuenta a la tierra firme.
Ya en casa averigüé, la ruta es de 32 kilómetros, se realiza el último domingo de cada mes y todo mundo sabía de ese maratón menos yo. No sé, pienso que lo volvería a hacer ya con conocimiento de lo que me espera y que entonces si, disfrutaría del camino. Pero en esos momentos solo quería descansar y olvidarme por completo de las bicicletas, de las calles y de la Ciudad de México. Hasta aquí con el relato amigos.
La moraleja es: no, no hay moraleja, pero si van a manejar bicicletas, no se alejen mucho de casa, se los digo por su bien.
mi vidoooow!!! jejeje pobresito mi papiringow, t imagino con tu carita todo asustado jejejeje xD ke chistoso!!!
ResponderEliminarte mando muchos besos papi :)
mily.
Que buen artículo mi buen amigo, podrá servirles a muchos de lección y conocimiento, mil gracias por tu buena acción de escribirlo, en cuanto leí, sabía de quién se trataba jejejeej
ResponderEliminarSaludos!!!
Mauri
Te equivocaste, en la parte que dice: "se habrian" es "se abrian"
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