Pues no, contrario a lo que se pudiera pensar o a la que yo mismo desearía, esta entrada no tiene como tema fundamental a las mujeres de la mala vida, ni siquiera a las de la buena vida ni a nada que sea similar, análogo, parecido o equivalente. No, nada de eso.
Yo sé que las opciones para pasar una noche caliente en esta ciudad son múltiples y excesivamente variadas e interesantes, basta tan sólo con echar una rápida mirada a los avisos clasificados de cualquier periódico, a las muchísimas páginas de internet o a las sugerencias de amigos y compañeros de trabajo.
Pero no, nada de eso; esta entrada trata acerca de los diversos elementos textiles que he requerido para no morir de hipotermia en las (para mí) gélidas noches chilangas; de los recursos que he tenido que tomar y la lucha que he debido desarrollar para mantener caliente mi humilde y muy deseado cuerpecito.
Debo aclarar inicialmente que yo soy de naturaleza sensible y friolenta, que tiritaba en las noches campechanas cuando el termómetro descendía de los 20 grados centígrados, que libro una batalla constante y permanente por evitar que mis pies se enfríen, que si mis pies no están calientes nada de mi cuerpo se calienta, nada. Nada.
Por ello, para poder dormir tranquilo y angelicalmente en Campeche tenía que usar ropa deportiva: pants, sudadera de manga larga y calcetas; posteriormente me cubría con una colcha ligera (con la ilustración de un león para decorar mi temperamento completamente salvaje, feroz e insaciable). Tengo también una colcha más gruesa (con la imagen de un tigre al acecho) pero la usaba para cubrir una mesa y poder planchar sobre ella (en el buen y correcto sentido del verbo planchar).
Por todo lo anteriormente señalado, cuando inicié la selección de la ropa que usaría en la Ciudad de México, mis conjuntos deportivos (habilitadas como pijamas) y mi colcha del león tuvieron prioridad, nada antes que eso. La del tigre no la incluí porque no entraba en mis maletas; prescindir de ella fue un muy lamentable error, se los aseguro.
El caso es que las primeras noches en el D.F. fueron un completo desastre, me abrigué como habitualmente lo hacía en mi campechito retrechero y no funcionó; el frio se colaba hasta mi cuerpo por cualquier rendija de la colcha y de mis ropas, mis pies estaban prácticamente congelados, no hallaba lugar para poner mis manos y que se pudieran calentar y mi naricita parecía un copito de nieve. Obviamente me fue imposible conciliar el sueño en tan precarias condiciones.
Por eso publiqué en el Facebook que tenía mucho frío, entonces me empezaron a llegar las sugerencias (al igual que las burlas y los consejos que se contraponían a mi estricta moralidad y buen juicio). Ropa térmica y colcha de tela polar fueron las mejores y más apropiadas propuestas, de ahí le siguieron gorros, bolsas de agua caliente, ventiladores con resistencias y muchas más cosas.

Y empecé a diseñar una vestimenta para poder dormir. Lo primero fue sustituir las camisetas sin mangas (que acostumbraba usar) por camisetas con mangas, sobre ellas pongo mi sudadera de manga larga y un suéter. El pants, dos pares de calcetas, un par de guantes muy efectivos (que me costaron 10 pesos). Una bufanda que me tejió mi hermanita Ileana y un gorrito color pistache completa mi nocturna y cálida vestimenta. Encima de todo eso, la colcha del león hambriento y la colcha polar.

Me parece que la imagen que dejo de mí, no se presta para despertar ningún tipo de exaltación, entusiasmo o arrebato de pasión loca y desenfrenada; es cierto, me veo desprovisto por completo de mi habitual sensualidad masculina, pero absolutamente no me importa, no me preocupa y no la necesito. Mientras yo pueda dormir caliente seré feliz, muy feliz.
Tomen nota para cuando viajen a la ciudad de México.