
A ratos, descubrirás que todos los sonidos atesoran en su corazón una carga sustantiva de silencios, de esos silencios limpios y claros que se refugian cansados tras los roperos antiguos y se enganchan en las paredes de la casa de los abuelos. Son esos silencios que huelen a chocolate y canela, al agua de colonia, yerbas y pétalos de rosas.
Así es mi silencio y a mí me gusta ese silencio, me dejo atrapar por él, no me resisto, me dejo conducir y permito que me arrastre hasta sus jardines secretos. Ahí hemos sido felices muchas veces. Ahí hemos sido culpables y cómplices. Ahí hemos crecido, hemos muerto y resucitado juntos.
Mi silencio tiene muchas voces, pero siempre habla quedito, con voz tenue y mansa, como un murmullo que se destila bajo las puertas y perezoso se escurre hasta mí. Lentamente, su voz lo invade todo, se acomoda y descansa. Entonces tengo que callarme y poner atención para poder escucharlo. No habla mucho, pero dice muchas cosas.
A mi silencio le gusta vagar por las calles obscuras de la ciudad dormida, le gusta sentir el frio y contemplar la luna. Disfruta del romance y de los secretos y a veces, sin siquiera darse cuenta, roba suspiros a la noche y algunas lágrimas a la vida.
Cuando se agota de rondar sin rumbo, a mi silencio le da por hace poesías, de esas poesías perturbadas que jamás encuentran la rima y la armonía, pero a él eso no le importa y a mí tampoco; porque en el silencio de sus viejos poemas, yo encuentro la música y el ritmo del silencio.
Así somos los dos, un poco niños, un poco sueños. A veces músicos y cantantes, a veces locos, vagabundos y borrachos. En ocasiones enamorados y hasta sentimentales, jocosos e inmorales; amigos y rufianes, aventureros y religiosos, profundos y superficiales. Pero siempre, siempre juntos. Así le gusta al silencio y así me gusta el silencio.