Ayer visité por primera vez el Estadio Azteca, el principal escenario de fútbol del país. Una cancha por donde han desfilado los mejores y más grandes jugadores del mundo y que, al ser sede de dos finales de Campeonato Mundial de Fútbol, vio levantar la copa a Pelé en 1970 y a Maradona en 1986.
Al Azteca lo conocía casi completamente gracias a las transmisiones televisivas semanales, de hecho, puedo identifica al majestuoso estadio nada más de ver en la pantalla sus tribunas. Pero entrar en él es otra cosa, es una experiencia distinta, una emoción nueva, una sensación diferente motivada por el tamaño del inmueble, por la cantidad de personas asistentes y por el ruido que éstos generan al apoyar a sus equipos.
Y para hacer aún más grande y significativa esta primera visita, el partido a realizarse era entre el Cruz Azul y el América, el llamado ´”Clásico Joven” del fútbol mexicano, partido que levanta grandes expectativas y que despierta las pasiones de los aficionados y seguidores de ambos equipos. Un juego que además, hace muchos años, marcó el inicio de mi afición por la escuadra Azul.
Mi llegada al estadio fue, sin proponérmelo, por una puerta exclusiva para aficionados Azules, además de que coincidió con el arribo de una treintena de camiones que transportaban a las porras del Cruz Azul, ahí estaban: La Realeza, la de Sangre Azul, la Cementera, los Pitufos, los Chemos y tal vez algunas otras que no reconocí. En un principio me quedé con ellos pero después pensé que podía ser peligroso por aquello de los enfrentamientos entre porras rivales y opté por alejarme.
Ya dentro del estadio me contrarió un poco que mi butaca estuviera ubicada detrás de una portería, mucho más cuando me di cuenta que, la parte alta de la misma tribuna estuviera destinada a las grandísimas porras Azules (Ni idea de cuantos, pero eran muchísimos) pero me tranquilizó ver que estaban rodeados por mallas y por fuerzas especiales de la policía. Entonces pensé que podía ser divertido estar ahí y así fue.
Mientras los porristas iniciaban sus cánticos, arengas, brincos y gritos de apoyo, me acomodé en mi localidad y me puse a observar el estadio y la cancha. Es un recinto enorme en donde caben 114 mil aficionados sentados, tiene palcos de lujo, restaurante, pantallas gigantes y todos los elementos que facilitan las transmisiones televisivas y la comodidad del espectador.
La cancha en un principio me pareció bastante normal, pero después recordé la historia y me imaginé a Pelé jugando en ella el mundial de 1970 y levantando la copa junto con Jersón, Tostao, Rivelino y compañía. Cuanta grandeza junta. Pero además estuvieron también Franz Beckenbauer, Gerd Muller, Gianni Rivera y Luigi Riva entre otros.
Después miré el punto de la cancha desde el cual Maradona inició la carrera para, luego de burlar a 7 u 8 adversarios ingleses, anotar el mejor gol de la Copa del Mundo de 1986 y tal vez una de las mejores anotaciones de toda la historia de los mundiales de fútbol. Después de ese gol, unas semanas más adelante en esta misma cancha, el gran Diego levantó la primera copa mundial para los argentinos.
Pero hay un hecho más local y más particular por lo que la cancha del Estadio Azteca es importante para mí, sucedió, coincidentemente, en un partido entre Cruz Azul y América disputado en el verano de 1971. Ese año ambos equipos disputaban la final de campeonato mexicano de fútbol. América era el campeón defensor y la Máquina del Cruz Azul llegaba como el mejor equipo del torneo.
Yo tenía casi 7 años de edad y por influencia de mi hermano apoyaba al América (nunca me imaginé escribir eso). La final sería trasmitida por la televisión, sin embargo a mi papá se le ocurrió llevarnos a una fiesta en un rancho donde lo único que llegaba era la señal de radio.
Mi papá, junto con otros cuatro o cinco señores, escuchaba la transmisión del partido y, al mismo tiempo que empezaron a caer los goles azules, iniciaron todos juntos una lluvia de burlas sobre mí de tal intensidad que me hicieron llorar (que mala onda, yo era un chavito y ellos eran señores, pero así es la vida). El partido termino 4 goles a uno a favor de los Azules y yo terminé con la firme convicción de apoyar en adelante a los cementeros del Cruz Azul.
En aquellos días el Cruz Azul jugaba de local en el Estadio Azteca, fue en ese escenario donde consiguieron un tricampeonato y un bicampeonato en la década de los setentas, fue en el Azteca donde la máquina vivió sus años de gloria y triunfo, la mejor época Azul hasta ahora.
Y ahora, casi 40 años después, estaba precisamente en la Cancha del Estadio Azteca a punto de ver jugar al Cruz Azul contra el América. Por ello tanta emoción, tantas ganas de disfrutar el partido. Tantas ganas de que mi papá, mi hermano y mi hijo estuvieran conmigo para ver el partido.
El resultado no podía ser otro, ganó el Cruz Azul dos goles a cero. Dos goles gritados a todo pulmón, festejados por todo lo alto, dos goles que reivindicaron 8 años de no ganarle al América en esa cancha y 14 años de no ser campeones. Dos goles que valieron todos estos años de afición cementera.
Mientras todo eso pasaba por mi mente, las porras, en un marco de centenares de banderas azules seguían cantando sin descanso: “Olé, olé olá, cada día te quiero más” “Yo soy celeste, un sentimiento mejor no hay”. Y yo, yo cantaba y festejaba con ellos. Lástima Juan y Edoardo que no estuvieron conmigo. Ya será para la próxima.
estoy segura de ke mi papa hubiera contado la parte en la que cambias de ekipo un poco diferente u.u
ResponderEliminar